El beso dura una eternidad. Para cientos de personas, aquella podría ser una simple manifestación amorosa entre dos adolescentes. Pero no lo es. Hay algo que la mirada tradicional percibe, algo no definido, algo que no se termina de clasificar. Basta con detenerse para descifrarlo: los jóvenes apasionados son iguales. ¿Quién es quién ahí? ¿Dónde está la chica? ¿Cuál es el chico? Ambos tienen rasgos bellos, la misma flacura, los mismos peinados, los mismos pantalones, los mismos suéteres, los mismos zapatos. La escena toda está teñida de indefinición. “La no distinción de sexos en las prendas es una tendencia mundial. Se autoproclama como un look cool, pero sobre todo muy minimal y definitivamente andrógino”, explica la diseñadora Vero Alfie. Chupines, suéteres caídos hacia un hombro, remeras extralarge son algunos de los ítems unisex que diseñadores internacionales como Jil Sanders, Chloe Sevigny y hasta la mismísima griffe Yves Saint Laurent presentaron este último año. Todas son prendas que borran la sexualidad.
Para Alfie, esta tendencia –que seguirá acentuándose con el tiempo– tiene una explicación: la igualación social del hombre y la mujer. La ambigüedad es, según la socióloga Dora Barrancos, directora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (IIEG) de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), es un fenómeno que trasciende la indumentaria: “Cada vez hay más grandes porciones de la población que, debido a la crisis de los modelos tradicionales, no quieren asumir identidades canónicas: no se definen ni por lo femenino ni por lo masculino. No son travestis ni homosexuales. Tienen una orientación sexual andrógina. Hay, incluso, tribus urbanas que cultivan la ambigüedad de género”. Tanto la construcción de la identidad como la de la sexualidad proponen, según Barrancos, un horizonte abierto. Este escenario propio de la posmodernidad, sin blancos y negros, ya ha sido abordado por filósofos como Jean Baudrillard o Zygmunt Bauman. Bajo su mirada, Bauman analiza cómo la falta de solidez social nos deja instalados en la ambigüedad, algo que se refleja en la vida cotidiana. Mariela Mociulsky, directora de Trendsity, la consultora de tendencias de mercado, dice: “En una sociedad cada vez más heterogénea en discursos, valores y prácticas, los signos ambiguos inundan en arte, política, moral, identidad sexual, amor, estilos de trabajo, productos, espacios. Ya no es tan claro ni tan fácil encontrar las diferencias entre lo propio de lo femenino y de lo masculino, lo feo y lo bello, la juventud y la adultez, lo bueno y lo malo. Las categorías que nos constituyeron desde siempre han ido mutando”. Según ella, la megatendencia que más claramente expresa las características de este momento social y que se proyecta hacia un futuro incierto es la de fronteras porosas.
VIDA UNISEX. La historia de la moda suele asignarle a Marlene Dietrich el rol de haber inaugurado la androginia en el siglo XX. En la década del ’30, la famosa actriz marcó un antes y un después al incorporar los trajes sastre y los sacos de tweed. Sin embargo, casi dos décadas antes, Coco Chanel había mirado el placard masculino, del cual tomó prestado los blusones marineros y los pantalones. Fue en los locos años ’20, cuando se dieron por primera vez los primeros pasos hacia el corrimiento de las fronteras de lo femenino y lo masculino en la indumentaria. En pleno auge del Charleston, la silueta se hizo geométrica, sin curvas, se adoptaron colores oscuros y la austeridad; el talle se elevó hacia las caderas; se impuso el corte garçon y comenzó a promoverse un cuerpo delgado, tendencia que se exacerbará peligrosamente hacia finales del siglo. “Al hacer desaparecer las formas femeninas, lo que se consigue es asemejarse al hombre, una de las metas de principios de siglo”, explica Patricia Doria, diseñadora de indumentaria de la UBA y docente de la Universidad de Palermo.
La moda unisex –que pregona la igualdad entre los géneros– no sería nada sin Yves Saint Laurent, quien en los ’70 y con su smoking marcó un hito en lo que a apropiaciones se refiere. A fines de esa década, Diane Keaton luciría –al igual que en su momento lo hizo Katharine Hepburn– sombreros, pantalones anchos y chaleco para protagonizar filmes como Annie Hall. En los ’90, la aparición de la modelo inglesa Kate Moss, la androginia dio un nuevo paso, esta vez de la mano del diseñador Calvin Klein. Pero, hay que decirlo: tanto Kate Moss como la mismísima Marlene Dietrich con sus labios pintados exhibían algo de femenino en ellas. En la actualidad, ya entrados en el siglo XXI, la huella femenina ya no puede ser rastreada. Lo mismo empezó a suceder con la masculinidad de las prendas para hombres. Salvo Sean Connery, Sting o el príncipe Carlos, contados eran los hombres que usaban polleras. Hoy, Mike Amigorena se anima a ellas. Dejando de lado el mundo del rock y antes de que Hedi Slimane revolucionara la casa Dior, eran pocos los caballeros que se animaban a usar chupines. En la actualidad, no sólo los usan sino que llevan el rosa y las bandoleras sin problemas. Pero si la moda supone la apariencia como representación del ser, la posmodernidad la ha potenciado a su grado máximo: la indefinición y la confusión han sido extremadas hasta la provocación. Es la era de la ambigüedad. “En los ’60, si veías a dos personas de atrás, no sabías si se trataba de un hombre o de una mujer. Sólo cuando los veías de frente te dabas cuenta de que un sujeto llevaba barba mientras que la otra era una mujer.
Hoy, la diferencia está en que cuando se dan vuelta ambos tienen la misma apariencia: no hay diferencias”, analiza Doria. En el medio, el cuerpo ha sufrido mutaciones. Hay cuerpos como los de la inglesa Agyness Deyn o el de la escocesa Tilda Swinton; looks como los del polémico Marilyn Manson. Y hasta el recientemente fallecido Michael Jackson ha sido considerado por Baudrillard como un andrógino artificial, gracias a tantas visitas al quirófano. Debajo de la pasarela la ambigüedad se replica: ¿se trata de hombres? ¿O son mujeres? Para Roberto Echavarren, filósofo, docente y autor de El arte andrógino entre otros títulos, una pista para entender esta tendencia pasa por detenerse en los emos, una de las tribus urbanas que más ha crecido en los últimos tiempos. Ellos conforman un estilo callejero cuya influencia en la sociedad actual es más importante de lo que se cree. Los emos refieren no sólo a actitudes sino a patrones estéticos. Echavarren explica a Para Ti: “El emo es un adolescente punk feminizado, suavizado. Más que la música que escucha, importa su filosofía, el tenor visual, el tipo de figura casi anoréxica. Chicos y chicas adoptan un peinado inspirado en el animé hair. A veces combinan su ropa negra con colores femeninos. El maquillaje transforma sus caras en una máscara adolescente, seductora y frágil. El emo no es una recreación histriónica de una mujer. No feminiza a los hombres, sino que borra las barreras de género. Es un andrógino. No es retro: es una nueva síntesis, algo que no estaba allí”.
EL TERCER SEXO. En cada entrevista que le hacen, Bill Kaulitz, líder de la banda alemana Tokio Hotel, insiste en que no es gay. Aunque muchos desconozcan quién es, Bill Kaulitz y su hermano Tom son uno de los tantos ejemplos de ambigüedad que invaden el mundo de la música. Echavarren, quien cita el caso de los hermanos alemanes en su libro El arte andrógino, explica que: “Ni Bill ni Tom, que también forma parte de la banda, asumen una identidad gay, ni tampoco parodian lo femenino. Se mantienen en el filo de la androginia absoluta. Los chicos del glam de los ‘80 hacían propaganda de que les gustaban las chicas. Ahora, ese discurso no existe”. Para Echavarren, la tendencia es revocar el género, obliterando el cuerpo. Sea por diversión o experimento, agregan otro condimento: el homoerotismo. Cuando estos chicos y chicas indiferenciados en su apariencia se besan se produce un efecto especular. “En los jóvenes la ambigüedad sexual se manifiesta cada vez más. En el consultorio hay cada vez más chicos que refieren a experiencias bisexuales y homosexuales”, reconoce Diana Resnicoff, psicóloga y sexóloga clínica. “Es difícil decir qué tipo de erotismo hay ahí. Pero hay indicadores que hablan de un extremo narcisismo”, dice Juan Carlos Kusnetzoff, especialista en sexología clínica de la UBA. Según Patricia Vázquez, sexóloga y médica psiquiatra, “el autoerotismo supone una etapa infantil, que debería superarse pasada la adolescencia, como condición para entrar a la adultez”. Si los padres tienen que enfrentar una situación así con sus hijos adolescentes, los especialistas sugieren tener calma y no asustarse. Vázquez aconseja: “La clave está en acompañarlos y hablarles sin que haya temas tabú. Se supone que, pasado un momento determinado, la ambigüedad dará paso a una definición”.
Sin embargo, las opiniones son dispares. Silvia Elizalde, especialista en juventud y sexualidad, doctorada en Antropología e investigadora del CONICET, sugiere que “la compulsión a definir los géneros es una inquietud de los adultos. Esta ‘preocupación’ se formula desde un paradigma que pone a la heterosexualidad como patrón. La heteronormatividad es hegemónica porque se apoya en binarismos culturales naturalizados y autoexcluyentes de varón-mujer, femenino-masculino. Y para este paradigma, la ambigüedad inquieta. Detrás de la compulsión a que el otro se identifique hay una interpelación a la propia identidad, un miedo a que mi propio orden se desestabilice”. Elizalde, docente de la UBA y coautora del libro Género y sexualidades en la trama del saber, sostiene que a la ambigüedad actual hay que leerla enmarcada en la trama de transformaciones culturales y las nuevas tecnologías. Es ahí donde se construye hoy la identidad, el quid de todo esto. Dice Barranco: “La identidad hoy está en permanente negociación. Estaríamos asistiendo a una ventana de géneros sin radicalidad identitaria”. ¿Vamos hacia el famoso tercer género del que hablaba Platón en El banquete? Producto del devenir y de los cimbronazos culturales, augura Barrancos, habrá asexuados, bisexuales… Habrá categorías como transgénero o intergénero. Y Echavarren concluye: “Desde que nos dan el DNI, nos dicen que somos varones y mujeres, y así nos educan. Hoy esto está siendo desmantelado. Después de tanta lucha por reivindicar los derechos de las mujeres o los de los gays, la juventud –en un acto de libertad mayor de lo que se cree– parecería decirle a la sociedad actual:‘Basta. La lucha por la identidad de género no es lo que importa’”.